"El chocolate excelente, para que cause placer, cuatro cosas debe ser:
espeso, dulce, caliente y de manos de mujer".
   
UN MINUTO DE SILENCIO

    Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez. Once. Doce… Así hasta sesenta. Un minuto. Ni más, ni menos. Un minuto exacto.

    Parece insignificante. Sesenta en una hora; mil cuatrocientos cuarenta en un día; diez mil ochenta en una semana; cuarenta y tres mil doscientos en un mes y quinientos veinticuatro mil ciento sesenta en un año. Demasiados. Tantos que parece imposible que puedan tener algún tipo de significado especial. Es cierto. La mayoría pasan desapercibidos entre horas de sueño, estudio, entretenimiento y tiempo perdido. Sin embargo, hay minutos que son diferentes. Minutos que se te hacen eternos. Minutos que te hacen ser consciente de cada uno de los sesenta segundos que los componen. 

    El minuto antes de comenzar Un examen. Te acomodas en la silla. Dejas la carpeta en el suelo. Apagas el móvil. Coges el estuche del bolso. Sacas el bolígrafo, el Tipp - Ex, la goma, el lápiz y la regla. Observas el reloj. Respiras profundamente. Vuelves a observar el reloj. Solo han pasado cinco segundos desde la última vez que lo miraste. “¿Cuándo piensa empezar a repartir el examen?”, te preguntas a ti mismo, “se me va a olvidar todo”. Los segundos pasan lentamente. Los nervios se apoderan de tu estómago. Por fin, el examen está encima de tu mesa. Tienes exactamente cincuenta y nueve minutos por delante. Después, la tan odiada frase, “¡un minuto!”. Comienza la cuenta atrás: cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete… 

    El minuto antes del primer beso. Has estado esperando este momento mucho tiempo. Habéis salido a tomar algo, ido al cine, dado numerosos paseos, salido a cenar, ha conocido a tus amigas, tú a los suyos, pero nada, todavía no se ha atrevido a dar el siguiente paso. Un día, sucede. Estáis solos. Sentados el uno al lado del otro. Se acerca. Te pasa el brazo por encima del hombro. Hay un minuto de silencio. Un silencio extremadamente incómodo. Los dos sabéis perfectamente lo que va a pasar. En el fondo te mueres porque suceda de una vez por todas, pero al mismo tiempo la vergüenza del momento te supera. Y, de repente, cuando menos te lo esperas, el beso. Los interminables sesenta segundos que lo precedieron parecen ahora merecer la pena.

    El minuto antes de entrar en casa cuando sabes que llegas tarde. Ahí estás, de pie. Sola en el descansillo delante de la puerta de tu casa. Silencio. Silencio absoluto. De repente, “Piensa, piensa, piensa” te dices a ti misma. “¿Qué excusa pongo esta vez?”. “Ya lo sé, que el autobús llegó tarde”. “Qué va, eso no funcionará, ya lo dije la última vez”. “¿Y si le digo que tuve que acompañar a una amiga a su casa porque no se encontraba bien?”. “Imposible. No se lo va a creer”. Tras barajar unas cuantas excusas más, ninguna de las cuales te parece apropiada, te convences de que no pasará nada, de que al fin y al cabo ya tienes una cierta edad como para ser castigada por llegar una hora tarde. Finalmente te atreves a meter la llave en la cerradura. Primera vuelta. Segunda vuelta. Empujas. Nada más cruzar el umbral de la puerta ves a tu padre. Te mira. Os miráis. A continuación, otros eternos sesenta segundos. No dice nada, solo observa. Es entonces cuando comienzan los arrepentimientos. Lamentas haber dicho diez veces “Esta canción y me voy” antes de irte definitivamente de la discoteca. Por fin, comienza a hablar. Seguro que esta vez la conversación dura bastante más de un minuto.

   
    Tan iguales y a la vez tan diferentes. Unos no significan absolutamente nada; otros, pueden significarlo todo.