"El chocolate excelente, para que cause placer, cuatro cosas debe ser:
espeso, dulce, caliente y de manos de mujer".
LA PRIMERA CITA


La palabra clave en una primera cita es nervios. Esta horrible sensación te invade desde el momento en el que el chico que te gusta se atreve por fin a pedirte una cita. Un día te estás tomando algo con él y, de repente, sin previo aviso, te dice, “Por cierto… resulta que el sábado que viene hay una ópera muy interesante en el Baluarte, ¿querrías acompañarme?” Tu corazón se detiene y tu estómago se vuelve un nudo. “Sí… claro”, contestas.

    Nada más llegar corres a contarles a tus amigas la noticia. La reacción es la siguiente: “¿¡Hala pero qué dices?!” “¿¡En serio!?” “ ¿¡Y qué te vas a poner?!”. Sin pensarlo les dices: “Por favor, cómo que qué voy a ponerme, yo qué sé, todavía queda una semana para eso…no seáis exageradas... ¡No voy a empezar a pensarlo desde ahora!”. No han transcurrido ni cinco minutos y de repente te das cuenta de que ya estás repasando mentalmente tu armario. 

    Llega el esperado día. Nada más despertarte notas los nervios en el estómago. “No seas ridícula” piensas para ti misma, “ni que fuera el oral de penal”. El día transcurre con normalidad, excepto por el hecho de que tus amigas parecen saber hablar solo de una cosa: tu cita. “¿A qué hora habéis quedado?” “¿Qué planes tenéis?” “¿Ya has decidido lo que te vas a poner?” “¿Estás nerviosa?”. Es un día monotemático al cien por cien. 

    Se acerca la hora. Llega el temido “momento pasarela”. Como si no tuvieses suficiente prisa, nervios, indecisión y, sobre todo, dudas, tus amigas se aglomeran en tu puerta para opinar: “A ver, desfila para que podamos ver cómo te queda ese”. “Mira, pruébate este… pero si decides ponértelo me lo cuidas, eh, que fue un regalo de mi madre”. “No, mejor el negro, que es más apropiado”. “Pues a mí me gusta este, creo que te favorece más que el otro”. Tras haberte probado tu nuevo vestido negro, el negro de manga larga de tu amiga, el negro de manga corta de la hermana de tu vecina, el vestido beige, el azul, cinco pantalones, cada uno de ellos con tres blusas diferentes, zapatos sin tacón, con medio tacón, con tacón alto, tres pares de pendientes, tus pulseras, las de todas tus amigas y, finalmente, los tres abrigos que tienes en tu armario, estás lista para salir. 

    Has quedado en ir a buscarle, así que coges el coche. A lo largo del trayecto te vienen a la mente los dilemas más absurdos que te puedas imaginar pero que, en ese momento, parecen importantísimos, como por ejemplo si dejar la radio puesta cuando se suba al coche. Piensas: “A ver, si dejo la radio igual piensa que prefiero escuchar música a hablar con él… así que mejor la quito. Pero claro, ¿y si hay un silencio incómodo? En ese caso la música relajaría el ambiente… así que mejor la dejo. Pero, ¿y si piensa que la canción que están poniendo me gusta, cuando en realidad no es así, y a él le parece horrible? Entonces seguro que pensaría que soy rara. Vamos, que mejor la quito. ¿O no?” Cuando todavía no has decidido qué hacer llegas al punto de encuentro. Ahí está, esperando. “Ay madre, ¡qué guapo está!” Se sube al coche. “Hola”. “Hola”. Es el momento más incómodo. Menos mal que al final dejaste la música puesta. Arrancas el coche. Estás tan nerviosa que no recuerdas ni cuál es el acelerador, ni el embrague, ni el freno. “Jolín, a ver si va a pensar que no sé conducir…”.

    Tres horas más tarde sales de la ópera. Gracias a Dios mucho más calmada que cuando entraste. Llegas al restaurante. Te dan la carta. Se aproxima el momento crítico: ¿qué pedir? Empiezas a leer. ¿Pescado? “Como me encuentre una espina voy a tener que sacármela de la boca y eso queda feísimo”. ¿Carne? “¿Y si me pasa como cuando era pequeña que se me hacía una bola en la boca? ¿Entonces qué hago?” ¿Ensalada? “Buf, es que a veces ponen unas hojas de lechuga enormes que se te quedan medio fuera de la boca y te pringas entera de aceite”. ¿Pasta? “Como les dé por poner de estos espaguetis larguísimos voy a parecer tonta enrollándolos…” Es entonces cuando te das cuenta de que has descartado las cincuenta opciones que tiene el menú. Optas por la que te parece que presenta menos inconvenientes. Te traen el plato. Piensas para ti misma, “A ver, que tus padres te han enseñado a comer decentemente. Además, lo haces todos los días, ¿por qué iba a ser diferente esta vez?”. Lo es. Es diferente. Nunca has comido con tanta presión. Al fin y al cabo no quieres que el chico que te gusta piense que comes igual que un cerdito. Finalmente, como recompensa a haber conseguido comer sin atragantarte, llega el momento más dulce de toda la velada: el postre. Por fin estás completamente relajada. Es una pena que suceda cuando la cita llega a su final. Tras la cuenta, la despedida. Justo cuando pensabas que los nervios habían desaparecido, vuelven. ¿Me llamará de nuevo?